¿De dónde viene el concepto de una invitación al final de la predica? Parte #1

by | Jun 1, 2017 | Ministerio | 0 comments

¿De dónde viene el concepto de una invitación al final de la predica? Parte #1

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Lo que frecuentemente se ha llegado a llamar “el llamado al altar,” o más formalmente, “la invitación,” es un desarrollo único en la adoración dentro del protestantismo norteamericano. No es que la idea de mostrarse públicamente sea nueva, porque también en los días en que los hijos de Leví se reunieron alrededor de Moisés en respuesta al llamado “¿Quién está por Jehová? Júntese conmigo” se dio una expresión pública de una decisión que había sido familiar para todos los adoradores de Dios. (Éxodo 32:26; cf. Josué 24:15; 2 Crónicas 34:30-32; Esdras 10:5). Jesús recalcó el mismo principio de aceptación pública en Su invitación a los discípulos cuando dijo, “Venid en pos de mí,” y a Zaqueo le dijo “desciende.” (Mateo 4:19-9:9; Lucas 19:5; cf. Mateo 10:32, 33; Marcos 8:38; Lucas 9:26; 14:23).

La diferencia en la invitación contemporánea no reside en el principio de la petición, sino en el método de brindarla. La insistencia en tomar una decisión aquí y ahora, pasar adelante en un servicio público, arrodillarse o pararse al frente del altar para orar, ir a un “cuarto de consultas,” recibir alguna instrucción sobre el significado de las salvación son los elementos en el “llamado al altar” contemporáneo, aunque no son nuevos en sí, no obstante al ser combinados le dan a la súplica un color diferente peculiar a la forma evangélica norteamericana de adoración.

Aquellos que estudian la historia de la adoración cristiana no pueden evitar tener curiosidad por el origen de este fenómeno. No tiene un precedente claro en la adoración tradicional de la Reforma, tampoco en los ejercicios espirituales de los movimientos de avivamiento protestantes en los siglos XVII e inicios del XVIII. Ni los puritanos, pietistas, ni metodistas, todos los cuales resaltaron prominentemente en el establecimiento del patrón de la vida espiritual de los inicios de Norteamérica, tuvieron una noción intrínseca del “llamado al altar” en su orden de adoración pública. Estos grupos trajeron a Norteamérica un énfasis sectario radical en la salvación personal los cuales sin duda le dieron su explicación teológica a este nuevo método de llevar a los hombres a Cristo. Pero el surgimiento de la técnica de invitación moderna fue el resultado de elementos indígenas para la iglesia y sociedad norteamericanas. La influencia indomada e irrestricta del nuevo mundo, resaltada por el espíritu de libertad naciente, tomó el énfasis espiritual de las sectas de avivamiento e hizo resplandecer un nuevo curso de acción en la religión así como en el gobierno. Cuando finalmente “el llamado al altar” llegó a ser distinguiblemente un patrón de adoración a finales del siglo XVII, fue una expresión inevitable de un tipo de iglesia agresivamente diferente.

Pero el llamado al altar no vino automáticamente con el arribo de los predicadores de avivamientos a Norteamérica. Tomó tiempo para que las rutinas de adoración tradicionales se acomoden a las nuevas circunstancias y que evolucionen hacia una nueva práctica de evangelismo. Hasta casi principios del siglo XIX, el sentimiento en Norteamérica continuó reflejando el viejo conservatismo europeo que creía esencialmente que las personas deberían buscar la salvación cuando y en el lugar en que el Espíritu se moviese estando apartado de algún método prescrito para pasar adelante en búsqueda de oración y consejería. Como consecuencia se daban invitaciones para provocar convicción de pecado en lugar de prescribir un ritual de cura. Eran comunes las predicaciones cercanas y personales, especialmente entre los evangelistas, pero las personas eran dejadas para se ocupen de su propia salvación. Jonathan Edwards, en los avivamientos en Northhampton y los pueblos cercanos en 1733, animaba a los perturbados a ir a sus casas y hablar de sus problemas entre ellos en grupos pequeños. (Jonathan Edwards, A Faithful Narrative of the Surprising Work of God in the Conversion of Many Hundred Souls in Northampton and the Neighboring Towns and Villages (1736), Secc. 1, en Puritan Sage, ed. por Vergilius Ferm (New York, 1953), pp. 164-176.) Los Tennent, los famosos predicadores del seminario “Log College” que participaron en el Primer Gran Avivamiento, siguieron la práctica de “aconsejar a su gente” en sus hogares. (Leonard J. Trinterud, The Forming of the American Tradition, (Philadelohi’a 1949), p. 59) George Whitefield llevó a miles al arrepentimiento, pero los dejaba donde estaban para que encuentren paz para sus almas. Por supuesto, los ministros siempre estaban dispuestos a ser de ayuda cuando se les solicitaba, y los más celosos, mientras predicaban, exhortaban a sus oyentes a buscar la salvación sin demora. Robert Williams, predicador metodista pionero, tipificó a muchos evangelistas de sus días cuando al final de su sermón en la Capilla Bushnell en Virginia en 1776 “exclamó de manera usual, ‘¿Quién quiere un Salvador? El primero que crea será justificado.’” De manera característica “en cuestión de minutos el recinto estaba lleno de clamores de pecadores quebrantados así como de gritos de creyentes felices,” (Jesse Lee, A Short History of the Methodists in the United States of America. (Baltimore, 1810), p. 58.), pero también era característico de los tiempos que no se haga esfuerzo para invitar a los pecadores a pasar a un lugar de refugio y consuelo. Se les “dejaba que luchen con sus convicciones hasta que, como con las multitudes en el Día de Pentecostés, eran forzados a clamar, ‘Hermanos, ¿qué debemos hacer?’ o hasta que, vencidos por las emociones conflictivas, se postraban en tierra.” (Thomas H. Campbell, Studies in Cumberland Presbyterian History (Nashville, 1944), p. 47; cf. ejemplos de este fenómeno, e.g. Reuben Ellis, “Letter,” 23 de febrero, 1790 en W W Sweet Religion in the American Frontier, 1783-1840, IV, “The Methodists”‘ (Chicago, 1946), p. 142; Francis Asbury, The Journal of the Rev. Francis Asbury (New York, 1821), II, pp. 476-477; Peter Cartwright, Autobiography, ed. por W. P. Strictland (New York, 1856), pp. 30, 31.)

La práctica de amigos reuniéndose alrededor de la persona afligida para orar y ofrecer consejería espiritual la cual surgió de esta situación fue un desarrollo significante en la estimación de la invitación contemporánea. Un testigo ocular de una “obra de gracia de Dios” en el circuito de Brunswick en 1755 quedó muy impresionado con la forma en la que la gente venía a ayudar a aquellos “que caían impotentes en el suelo.” Observó: Era realmente conmovedor verlos reuniéndose alrededor de los pecadores penitentes y orando por ellos uno tras otro, y algunas veces dos o tres se reunían al mismo tiempo, hasta que alguno de los dolientes se levantase con ojos llorosos, y agarrasen los brazos de aquellos que estaban cerca de ellos y dando toda la alabanza a Dios por lo que había hecho por sus almas. (Jesse Lee, op. cit., p. 53.)

Usualmente algunas personas compasivas se acercarían a aquellos que estaban en aflicción y tratarían con ellos donde estaban mientras la predicación continuaba. Pero con el transcurrir del tiempo llegó a ser costumbre sacar a los afligidos de la reunión pública. Los obreros especialmente designados para este servicio corrían para ponerse al lado de aquellos que “caían” por la convicción y los sacaban del santuario a un lugar donde se podría tratar con ellos estando alejados de las distracciones públicas, (Un ejemplo de esta práctica en una reunión campestre al aire libre en 1801 es citada por C. C. Cleveland, The Great Revival in the West, 1797-1803 (Chicago, 1916), pp. 79, 80.) Raras veces se obtenía la satisfacción sin que haya una lucha. Frecuentemente las personas afligidas se quedarían horas para orar, y no raras veces, la lucha por encontrar paz en la mente se prolongaba toda la noche. (Ejemplos de esto ocurridos antes de 1800 se encuentran en el libro de Robert B. Semple, A History of the Rise and Progress of the Baptists in Virginia (Richmond, 1810), pp. 10, 37; Richard Whatcoat, Journal, en W. W. Sweet, “The Methodists,” op, cit., p. 79; Francis Asbury, The Journal of the Rev. Francis Asbury, 1 (New York, 1821), p. 375.)

Con el comienzo del Segundo Gran Avivamiento a finales del siglo XVIII, el patrón de la invitación moderna comenzó a ser notoriamente visible cuando se pedía que las personas angustiadas se junten para orar. La que podría haber sido la primera invitación pública de este tipo fue realizada en una pequeña iglesia metodista en Maryland en 1798. En su diario de fecha de 31 de octubre del mismo año, Jesse Lee escribió: En la iglesia de Paup, el Sr. Asbury predicó de Efesios v. 25, 26, 27. Nos dio un buen discurso. Luego hice una exhortación y el poder del Señor vino sobre nosotros; muchos lloraron, y algunos gritaron en voz alta con profunda aflicción. Luego Miles Harper lanzó su exhortación y terminó la reunión. La clase quería quedarse. El hno. Neal, que estaba presente, comenzó a cantar y en breve muchos estaban afligidos y comenzó un lloriqueo general. John Easter proclamó en voz alta, “¡No tengo ninguna duda en mi alma que mi Dios convertirá una alma hoy día!” El predicador luego pidió que todos los que estaban bajo convicción se juntasen. Varios hombres y mujeres se acercaron, y cayeron de rodillas; y los predicadores, por un tiempo, siguieron cantando y exhortando a los dolientes a esperar una bendición del Señor, hasta que los gritos de los dolientes llegaron a ser verdaderamente horribles. Luego se hizo una oración por los dolientes y dos o tres encontraron paz. Mi alma magnificó al Señor y se regocijó en Dios, mi Salvador.” (Jesse Lee, Journal, en Minton Thrift, Memoir of the Rev. Jesse Lee with Extracts from his Journals (New York, 1823), p. 243.)

La idea de urgir a las personas convencidas a que se reúnan en un lugar designado mientras que un ministro exhortaba y otros cantaban representó un desarrollo importante en el orden de la adoración. A efectos de distinción se puede decir que marca el comienzo del procedimiento del “llamado al altar” contemporáneo.

del “El Origen del Llamado al Altar en el Metodismo Norteamericano. Un Estudio Histórico” por Robert E. Coleman

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